El Hombre de mis sueños

Las manos trabajan: las lenguas trabajan. Los sexos vuelven a erizarse y a buscarse de forma tan natural que casi sin darse cuenta, ya están el uno dentro del otro, balanceándose y gimiendo.

Con la mano derecha pasaba la bayeta enjabonada por el suelo de madera, con la izquierda apartaba el cubo de agua mientras tarareaba al compás de la radio una canción de Bruce Springsteen.

La puerta con mosquitera de la cocina estaba entreabierta y la de cristal cedió con facilidad a su presión. La vio, arrodillada, realizando leves balanceos de trasero a ritmo de country. Se estiró hacia delante y unas bragas negras ladeadas dejaron ver parte del cachete derecho. Absorta en su trabajo y su música, no advirtió la presencia de aquel hombre en su cocina. Se sintió avergonzada al recordar que no había guardado el vibrador vaginal y las bolas chinas con las que había estado jugando aquella mañana, pero pensó que tampoco tenía que subir a ese hombre a su alcoba para que viera sus juguetes sexuales. Se giró para enjuagar la bayeta en el cubo y dio un respingo de sorpresa.

– ¿Quién es usted y qué hace en mi cocina?

– Siento haberla asustado. Toqué al timbre y no contestó nadie. Como la puerta estaba abierta y oí música, entré. Verá, soy camionero y acabo de tener una avería en la C-530; el móvil no me funciona y necesitaría llamar por teléfono.

De pie, arreglándose la bata y secándose las manos en el delantal, contestó:

– Bueno, menudo susto; ahí, junto al frigorífico, está el teléfono. Haga su llamada.

Después de hacer un gesto de gratitud, giró sobre sí mismo y, en dos pasos, alcanzó el auricular.

Ella puso una cafetera en el fuego y dos tazas sobre la mesa, donde únicamente había un cuenco lleno de margaritas. Oyó al desconocido dar detalles mecánicos y datos sobre la matrícula, el kilómetro y la carretera.

– Bien, gracias ¿le debo algo?

– Descuide, hoy es el día de la buena acción con el desconocido ¿le apetece un café?

– No quisiera molestarla más.

– Cuesta lo mismo preparar un café que dos, y yo me estoy preparando uno, por lo de la sorpresa.

– De acuerdo, venga ese café ¿me siento aquí?

– Desde luego ¿Azúcar, sacarina, miel, leche?

– No, nada. Me gusta notar el sabor amargo en la boca.

Ya el agua de la cafetera ronca de hervor. La mano de ella se acerca al asa, sin protección alguna y, al instante, vierte su contenido en dos tazas blancas rayadas de azul marino.

– Si vamos a compartir un café, me presentaré. Me llamo Clark y vengo de recoger naranjas de California para llevarlas a Seattle.

– Yo soy Connie y vine de California todavía no me explico para qué. Lo de la criptonita,¿ te lo han dicho muchas veces?

– No más de las veces que he dicho mi nombre. Se nota mucho que la gente no lee, sólo ve películas.

– Sí, es un chiste fácil.

– Chistes fáciles para vidas difíciles.

Connie se levanta, recoge las tazas, se gira hacia el fregadero y una de ellas va a estrellarse junto al armario. Se agacha sin doblar las rodillas y Clark vuelve a contemplar aquellos muslos blancos por encima de los calcetines.
Reacciona y él también se agacha para ayudarla a juntar los pedazos. Los dos alargan la mano hacia el asa que ha quedado suelta, cerca de la pared. Sus dedos se rozan; Clark mira hacia Connie, se disculpa al tiempo que sus ojos se deslizan hacia el escote entreabierto por el que asoma la puntilla negra del sostén.

– Bueno, una taza menos para fregar.

– Y más espacio en la vitrina. Eso dice siempre mi mujer.

– Entonces es como yo ¿Cuánto hace que no la ves?

– Dos semanas.

– Voy a fregar esto.

Connie le da la espalda. El agua salpica contra el aluminio. En la radio ahora canta Bonnie Tyler. Connie mueve los brazos bajo el agua y las caderas bajo la bata de cuadros verdes.

Clark no separa la vista de aquellas formas redondas y nota una erección.

– Connie … .

– ¿Sí?

– ¿Puedo pedirte otro favor? Verás, primero estabas balanceándote a gatas, luego, el escote y, ahora, … este movimiento… , la verdad es que me la has puesto dura ¿me dejas verte las tetas?

– ¡Menuda proposición me haces! ¿por quién me tomas?

– Sólo sería otra buena acción. Ven, toca y verás qué dura me la has puesto.

La mano de Connie roza el pene erecto de Clark y algo en ella se afloja.

– Vaya, no creí que tuviera estos poderes.

– Déjame que te roce por detrás…, así…, mientras estás secando los platos. Umm! Qué culo tan rico. ¿no me notas?

– Sí …, estoy notando una enorme cosa dura.

Clark alarga la mano hacia delante, separa la bata y roza el sexo de Connie por encima de las bragas. Connie cierra los ojos y se deja llevar. Clark sigue empujando por detrás mientras trabaja suavemente por delante.

Una cremallera se descorre y unos botones se abren. Clark sube la mano hasta rozar un pezón, luego otro. Connie jadea, y se deja llevar.

– ¿Me dejas que te la meta sin quitarte las bragas?

– Sí, sí, házlo, métemela por detrás, y tócame el coño. Qué caliente me has puesto.

– Tú a mí también; y quiero chuparte el chocho, jugar con mi lengua por tus nalgas. Ay, ay, qué gusto. Date la vuelta, que te como el coño. Ven, aquí, a la mesa.

– Espera que me quito la bata. Toma, para ti.

Se abre de piernas; Clark separa hacia un lado las bragas y acerca su lengua con la que va recorriendo lentamente un sexo caliente y ácido.

Ella dice qué rico, qué rico, sigue… más arriba, … despacio … asssí … ahora fóllame, por favor.

– ¿No te quieres comer mi rabo?

– Tráelo aquí, que me lo como entero.

Y, de rodillas, frente a la silla blanca de pino, abre la boca y se introduce el sexo de Clark, mientras que su mano derecha acaricia el suyo acompasadamente.

– ¡Qué bien me la comes … qué gusto me está dando! No puedo más, … me deshago de gusto. Ven aquí, pónme el culo, nena.

Connie se quita las bragas y se sienta sobre el duro sexo de Clark que, inmediatamente, encuentra el camino en su cuerpo abierto y húmedo.

Ayyy … ayyy …, gimen los dos, y las manos recorren todos los pliegues. Los movimientos se hacen más rápidos y más y más, hasta que el placer los retuerce en la silla. Se besan buscándose las lenguas. Huele a sexo y se oyen chasquidos salivares.

Ahora, … ahora …- susurran a la vez-. Ya viene, ya me corro, córrete tú, ayyy … ayyy..¡qué gusto me da tu polla! ¡Qué coño tan caliente y tan rico! Me voy a correr, me voy a correr, ayyy … qué delicia.

– ¡Uff! Menudo polvo tan bueno … . Gracias Clark, dice Connie con el sostén a medio quitar, todavía sintiendo a Clark dentro de ella, su mirada acuosa posada en los ojos del desconocido.

– Gracias a ti, Connie, que me has hecho correrme de gusto. Ha sido estupendo –le devuelve la mirada, la suya también acuosa.

– Te pincha la barba. Me has dejado la cara y el coño escocidos.

– Pero te he puesto cachonda.

– Todavía lo estoy.

– ¿Quieres otro polvo?

– No sé si podrá ser; no me aguanto derecha; me has dejado como borracha.

– Déjame que te acaricie todo el cuerpo, quiero notar tu piel suave y caliente.

– Yo también quiero acariciarte. Dame un beso bien profundo, Clark.

Las manos trabajan: las lenguas trabajan. Los sexos vuelven a erizarse y a buscarse de forma tan natural que casi sin darse cuenta, ya están el uno dentro del otro, balanceándose y gimiendo.

Esta vez se levantan de la silla; Connie se agacha y Clark se la vuelve a meter por detrás, a gatas, mientras sus manos recorren las tetas y su cuerpo se pega a su espalda. Connie se acaricia el sexo, coge la mano de Clark, se la lleva a la boca y chupa suavemente uno a uno sus dedos.

Más jadeos, más espasmos. Más cuerpos retorcidos y, por fin, de nuevo el orgasmo, un cosquilleo recorriendo el cuerpo entero, erizando todos y cada uno de sus poros, envueltos en sudor caliente y salado.
Clark recoge la camisa de la silla, los pantalones del suelo, los calzoncillos de la nevera.

Connie mete las bragas en la lavadora, desaparece en un cuarto de al lado y vuelve con otras bragas, esta vez blancas; toma la bata de la mesa, se la abrocha y tira el delantal hacia la lavadora.

– Un momento ¿qué hago yo en Springfield, Oregon? Y ¿por qué hablamos castellano si esto es USA?

– No sé, yo hago lo que tú piensas.

– ¿Lo que yo pienso?

– Claro, esto es un sueño tuyo, no mío, que ni siquiera existo. Si no, ¿cómo te explicas que no use preservativo y que me ponga cachondo una tía de cuarenta años?

– ¡Tomaa! Pues es verdad. Ay, Clark, qué pena que no existas y que esté a punto de sonar el despertador, allí, junto al Mediterráneo.

– Llámame siempre que quieras. Otro día puedo ser el médico de guardia y confundirme de dirección.

– O el que arregla los ascensores, que me pide la llave del cuarto de máquinas.

– Como tú digas, nena.

¡Ti, ti, ti, tiii! ¡ti, ti, ti, tiii! ¡ti, ti, ti, tiii! … .

Carmen abre los ojos, se levanta con desgana y golpea el despertador, a quien odia desde este mismo momento, por muchos motivos, el más fuerte, haber matado a Clark, tan amable y tan parecido a Clint Eastwood en Los puentes de Madison, la película que vio ayer noche.

Qué sensación tan dichosa; no tener prejuicios, ni complejos, ni problemas –piensa mientras tira de la cadena y se frota la cara con agua fría.

Cuando Nacho se le acerque en la cama y, sin mediar palabra, le quite el pijama y toque su sexo como si buscara bichos en la lechuga, Carmen recordará a Clark, que la amó sin más, en una cocina soleada, diciéndole cosas excitantes y mirándola desecho en deseo dulce y caliente, sin preocuparse por la celulitis, el mal aliento y el pecho caído. Vuelve, Clark, ven a por naranjas del Levante.

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